viernes, 8 de noviembre de 2013

¡NINGÚN PLUMÍFERO SE SALVARÁ!: ALGUNAS DIATRIBAS A LOS PLUMÍFEROS DE MÉRIDA

Paz decía, en uno de sus más celebrados poemas, que al ser hombre su duración era poca, casi nada frente a la noche inmensa: “Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche”. Pero el poeta, al reconocerse como escritura –el “árbol de palabras” fue una de sus metáforas más utilizadas-, se reconocía en alguien que en ese mismo instante –todos los instantes son eternos- lo deletreaba, o lo deletrearía como ahora nosotros hacemos.
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En un cuento de la “Antología de la literatura fantástica”, antologado por Borges, Bioy Casares y Ocampo, un cuento describe la historia de un bueno para nada plumífero que tenía las ansias de eternidad y a la escritura la veía como su tabla de salvación contra la enorme noche después de la muerte. El plumífero pacta con el diablo para que pueda ir de viaje al futuro y observar si la posteridad le reconocería su valía como escritor. El plumífero –que en vida era una grisitud- descubrirá que la posteridad lo había completamente olvidado, relegándolo al baúl de los escritores menores, es decir, de la nada.
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Borges, a quien seguramente le debemos más de un cuento de esa Antología de la literatura fantástica, con una humildad de escritor atemporal, se ostentaba como un simple aprendiz de lector. Borges decía que el acto más intelectual era el acto de leer. La escritura era un complemento, una digresión fastidiosa hacia nuevas lecturas, hacia nuevos horizontes. Pitol, en El arte de la fuga, hablaba de eso, del enriquecimiento del yo escritural por medio de las vivencias (y estas vivencias eran más lecturales que factuales). Yo creo demasiado en eso, de ahí que me pregunte cómo es posible que varios “poetas”, “escritores” y hasta “doctores” y uno que otro periodista (es decir, casi todos los plumíferos de Yucatán) se atrevan a escribir sin antes tener la mínima decencia de haber leído una biblioteca entera de pueblo. Y no lo digo por mí, que no frecuento el círculo de los plumíferos aunque me he leído una biblioteca entera de pueblo, sino por la biblioteca entera de pueblo que cada plumífero debería llevar en sus alforjas.
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Con esa humildad que tenía Borges, el inmortal, observemos la soberbia tarúpida y la arrogancia de congal de varios infumables, de varios indigestos plumíferos actuales de Mérida, la “ciudad letrada”. Esa escritura con olor a plumas, con olor a estiércol de gallinero, lábil entre todas, no podrá contra la noche, no podrá contra la tarde. Olvido somos y al olvido regresaremos, y ningún plumífero que no crea en la noche se salvará.
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Mira lo que los muertos han dejado, plumífero de los tiempos jodidos que corren, y ten presente su eterna nadería, su eterna sombra que de vez en vez es alumbrada por un salteador de tumbas de archivo, por un médium del recuerdo llamado historiador. ¿Quién se acuerda de los Menéndez de la Peña, quién se acuerda del intelectual del molinismo y poeta amariconado de José Inés Novelo, o quién se acuerda de Ricardo Mimenza Castillo, el sulfúrico soviético indigenista nacido en el llano yucateco? ¿Qué te dice tanto bardo que escribía en los periódicos del XIX y XX yucateco?, Salvo para el ombliguista historiador del pasado peninsular, ¡nada dicen para nadie!
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Pero Sierra O'Reilly dice todo el siglo XIX porque Sierra O’Reilly no fue un plumífero sino un escritor de pelo en pecho. Pero Médiz Bolio y Abreu Gómez dicen, codo con codo, todo el siglo XX porque estos dos escritores no fueron plumíferos sino machos que escribían con cojones.

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