viernes, 11 de octubre de 2013

MEMORIAS DE MIS TRISTES HAMBURGUESAS Y MIS PUTAS TORTAS DE MILANESA

Todavía la extraño, todavía no he podido deshacer el recuerdo de aquella hamburguesa chetumaleña con otra sustituta meridana: en Mérida las hamburguesas apestan, saben a llanta de traíler (aunque no sé cómo sabe una llanta de tráiler, arguyo que el parecido con las hamburguesas de Mérida, es casi lo mismo). Es que era tan bella y comestible, y lo más bello de ella era cuando yo eructaba sus recuerdos después de comérmela. La vendían por la Casa de la Mujer, en el cruce de la prolongación de avenida Carranza con Buganvilias, a una esquina del "mercadito" Andrés Quintana Roo. Yo comía hasta 5 a la semana, y cuando ya no vivía por ahí, tomaba un taxi saliendo de la UQROO y me iba exclusivamente a comérmela nuevamente. Esto era como si tuviera una cama con una mulata esperándome intranquila a 100 leguas de donde estaba: no hubiera dudado un instante en tomar el camión para ir a platicar con ella.
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Y no deseo recordar, aquí, a la mejor torta de milanesa que alimentó mis soledades de lectura en la biblioteca Javier Rojo Gómez de Chetumal, durante mis cinco años de una mala educación de licenciatura en derecho. Yo salía todos los días a las 11 de la mañana, después de haber tomado mis cuatro horas de clase -derecho romano, penal o civil, etc, etc-, pasaba por la biblioteca Pacheco Cruz de la UQRO, iba por libros o para platicar con la que se dejara platicar, y después me largaba a aquel recinto que fue mi verdadera universidad: la biblioteca Javier Rojo Gómez hecha para mí sólo, ya que nadie la visitaba, salvo alguno que otro despistado. Más de 60,000 libros estaban a mí disposición, y me daban en préstamo 5 a la semana. De 11:30 am hasta las 8 y media de la noche, salía de ahí con los ojos acuosos sólo para ir a comer la torta de milanesa en un puesto cercano. A un lado había una central de camiones que pasaban por todos los pueblos del Hondo, y por ahí pasaban espigadas mulatas de culos zumbones, madres con hijos taciturnos adheridos a la teta, y hombres mal encarados que rumiaban al calor de las tres de la tarde. Comía la torta, a veces dos, y un refresco, y volvía a la biblioteca a seguir con la lectura incisiva. Eran días de Gloria, y a veces días de Esperanza. Pero siempre eran días para la mulata Soledad.

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