miércoles, 21 de agosto de 2013

SE HABÍAN METIDO CON NUESTRAS MUJERES, Y ESO ERA IMPERDONABLE: LA CUESTIÓN AGRARIA Y LAS REBELIONES EN UN PUEBLO DE FRONTERA

El reparto de tierras en el pueblo de Tahdziu, de la región de Peto.

Me gustaría discutir varias ideas que me rondan la cabeza sobre el proceso privatizador en Yucatán durante el porfiriato. Si sostengo la idea de que varios pueblos del partido de Peto llegaron a la reforma agraria con ejidos (pienso en pueblos como Tahdziu, Tzucacab y Tixhualatún), la pregunta es, ¿por qué se dio un incremento brutal del peonaje en la región?

En 1883, 7.8% del número total de habitantes del partido de Peto eran peones de campo. El total de peones para todo Yucatán, a su vez, ascendía a 9.05% de la población. Para 1885 -años difíciles, años cruentos en que la langosta comenzaría a hacer estragos en todo Yucatán, y más en el partido de Peto- el índice de peonaje subió un dígito en Peto, llegando a 8.26% del total de habitantes. Pero en 1895 el número se duplicó: 19.67% del total de habitantes ya eran peones acasillados de las haciendas (o tengo mis dudas, tal vez sea un número de haciendas de un ex gobernador liberal yucateco, Manuel Cirerol, dueño de la finca Catmís). Eran, en una palabra, esclavos.

Sostengo que este porcentaje se debió, tal vez, a los años devastadores de la langosta y al declive de la montaña rebelde (los de Chan Santa Cruz, desde 1886 no volverían a visitar a la sociedad militarista de los pueblos de Peto). Tal vez la “confianza” (concepto tan querido por el historiador económico Francis Fukuyama, y por casi todos los discurridores de las “seguridades” para que posibles inversiones sean propicias), llevó a una recapitalización en la región. De hecho, en un índice de fincas rústicas de 1902 de la región que tengo en mi poder, se señala las incesantes compras y ventas de viejas haciendas yermas, y para los años finales del porfiriato Catmís despuntaría, Catmís y sus inmensos cañaverales que claveteaban la sierra, reverdecería. De ser finca yerma allá por los años 1860, Catmís llegaría a procesar 14,550 kilogramos de miel, y 752,000 kilogramos de azúcar de sus trapiches. Cifras estrastosféricas muy por arriba de las esmirriadas producciones de pueblerinos de Peto dueños de fincas modestas. Su dueño, Manuel Cirerol, junto con los que detentaban brutalmente una jefatura política porfiriana distinta a las jefaturas políticas de un Sabino Piña, de un Nazario Novelo o de un Diego Vázquez anteriores al proceso centralizador porfiriano (antes de 1880), eran en verdad los amos económicos y políticos de la región. Debajo de ellos estaba una enclenque élite rural pueblerina con ínfulas de señorío. Después vendrían los trabajadores manuales (y acá se encontraba un platero que no perderemos de vista), generalmente mestizos, y más abajo de todos, los peones de campo, mayas en su mayoría. El peonaje comenzó posterior a los años de la langosta, y debido a que los años de la langosta fueron años malditos, varios campesinos de la región, sin la ideología de la guerra de castas después de 1892 (ese año tuvieron los arrestos para detener unos denuncios de tierra), pasarían a engrosar el peonaje del porfiriato yucateco. En 1895, con el proceso instaurado por Díaz y la oligarquía del henequén para repoblar y colonizar las ricas tierras fértiles de las fronteras (partidos de Peto, Tekax, Valladolid, Tizimín) y las tierras que hicieron suya los “bárbaros” al oriente de la península, varios capitalistas meridanos y de otros pueblos del noroeste henequenero ya le habían tomado la palabra desde antes. Los trabajos de Catmís iniciarían en 1876, y para 1895, Manuel Cirerol ya estaba comiendo tierras. Ese año, los indígenas del pueblo de Xpechil, dependientes de Xcambul, se quejaban de que:
Manuel Cirerol estaba denunciando sus antiguas tierras en calidad de baldías y, alegaban, que si bien las habían despoblado por la presencia de indios rebeldes en esa zona, ya estaban de nuevo en ellas, a pesar de las incursiones de los sublevados, por lo que solicitaban su legalización.
No hubo motín para detener al viejo hijueputa de Cirerol, porque tal vez los de Xpechil (que no tendrían tierras cuando la reforma agraria, y los de Kambul apenas en la década de 1950 se les dotaría por vez primera) no tenían los arrestos como los de Xcanteil, que en 1892 entrarían a Peto en la madrugada dando griteríos, prendiendo teas y haciendo disparos como si fueran los de Chan Santa Cruz; y yendo en busca de un rico comerciante, Nicolás Borges, el primero en introducir una máquina de vapor para su finca Suná, allá por el lejano año de 1880, no lo lograrían sacar de su casa del centro porque Borges ni de pendejo hubiera salido. Sin embargo, esa vez los de Xcanteil habían parado el denuncio de tierras, el gobierno se retractó, y para el siglo XX, Suná seguiría en sus mismos límites.

El chacuaco de la antigua hacienda cañera de Catmís. Fotografía de Gilberto Avilez Tax

Para 1900, el total de peones del partido de Peto era uno de los más altos: llegaba al 32.76, sólo superado por los 34.59 del partido de Ticul. ¿Qué pasó de 1883 a 1900? Si hacemos cuentas, hemos dicho que esos años fueron los momentos del debilitamiento de Chan Santa Cruz, esos años fueron los años de la langosta, y esos años fueron los años del entronizamiento de las estructuras de poder porfirianas, y esos años fueron los años de la recapitalización y la subida in crescendo de Catmís. Aquí podemos decir que si llegaron varios pueblos a la reforma agraria con tierras, serían los pueblos alejados de Catmís, como Tahdziu y Tixhualatún y hasta Progresito Nohcacab. Incluso Peto llegó a la reforma agraria con 8, 006 hectáreas de terrenos nacionales. Su primera dotación fue de 11,850 hectáreas, y para completar esa cifra, cinco fincas (Aranjuez, la Ermita, San José Yaxcacab, Sacakal y Abal y Anexas) “cedieron” lo que faltaba. No podemos, entonces, concluir que el proceso del peonaje significara afectación total de las tierras de la región. Los pueblos llegaron con tierras, pero eran unos pueblos precarios, deficientes en sus estructuras alimentarias porque habían experimentado calamidades agrarias recientes, y la pobreza y la crisis producida por años de sequía, nuevamente langostas y malas cosechas desde 1907, aunado al despotismo prevaleciente tanto en las estructuras económicas como políticas de Peto, llevaron a un levantamiento de un antiguo pueblo cuyos habitantes eran diestros en el manejo de las armas por años sucesivos de bregar contra los de Chan Santa Cruz. Ahora, para 1911, no bregarían contra los rebeldes orientales, sino que, como lo hicieron los abuelos de los que en 1847 decidieron parar en seco el cañaveral antropófago; ahora los mestizos (los dirigentes de la sublevación de 1911 de Peto eran, por sus oficios y apellidos, claramente mestizos), nuevamente se alzarían contra el cañaveral. En tierra de mayas el tiempo es cíclico, y otra vez un elemento extraño, una finca que devoraba cañas y devoraba hombres y devoraba yaquis, había roto todas las economías morales posibles. Se habían metido hasta con las mujeres de los petuleños, y eso era imperdonable, y eso se cobraba solamente con la vida:
El día 2 de marzo de 1911 en la madrugada, el pueblo de Peto, que se había conjurado para suprimir a sus caciques, asaltaba la casa del Jefe Político, el coronel Casimiro Montalvo, a la que irrumpe tras de bajar las puertas a machetazos. El coronel Montalvo logró escapar, no así su secretario, don Fernando Sosa, que sorprendido en las goteras de la población, cuando trataba de escapar, es muerto en circunstancias inenarrables. Los amotinados se dirigen al Cuartel al que penetran victoriosamente, no sin antes matar al oficial Marcos Acosta y de herir gravemente al soldado Sixto Quintero, que estaba de guardia. Los rebeldes se apoderan de una regular cantidad de rifles, de parque suficiente y hasta de una pieza de artillería y se lanzan al campo. Posiblemente el caso de Valladolid les hacía considerar los graves peligros de presentar batalla formal a las fuerzas del gobierno. ¿Quiénes encabezaban este movimiento? Gentes del pueblo: Elías Rivero, platero, que estaba encargado del reloj municipal; éste tenía a su cargo el aspecto político del movimiento; Antonio Reyes tenía la dirección militar; los otros cabecillas eran Tránsito Solís, Delfín y Santos Encalada” (Baqueiro, 1999: 296-297).
De la rebelión petuleña de 1911 (que no así la de 1892) no podíamos decir, exactamente, que se trataba de una rebelión campesina por la profesión de sus cabecillas principales, pero en los discursos que dejarían en el grueso expediente judicial del caso se deja sentir ese sentimiento de venganza. Era una venganza revolucionaria. Cuando Elías Rivero hizo enrolar a Antonio Reyes, le dijo:
“Queremos que vengas con nosotros, somos revolucionarios y acabamos de asaltar el Cuartel de Peto donde nos hemos provisto de armas, y hemos dado muerte al teniente Marcos Acosta, al cabo Sixto Quintero y al Secretario de la Jefatura Fernando Sosa”.
Reyes se enrolaría con ellos, porque allá en su tierra, en Veracruz, había sido revolucionario. Los alzados –un número de 300- pasarían por varias haciendas para avituallarse. Su destino era Catmís, y aunque las interpretaciones meridanas aseguren que en lo de Catmís era asunto de pinistas inconformes contra molinistas, el trasfondo social y agrario se presenta, con toda su crudeza, en actos indubitables de venganza. Venganza subalterna fue la forma como mataron a dos de los dueños de Catmís. El relato de cómo fueron muertos, lo ha proporcionado, entre otras personas, Ángela Puch, vecina del ingenio. Puch indicó que el día 6 de marzo, cuando se habían presentado los revolucionarios, fue llevada con una tía suya a un corral en unión de varias mujeres. Se les dio café y harína a las mujeres para que molieran y elaboraran tortillas para la tropa pueblerina rebelada. Cuando los soldados yucatecos dirigidos por Enrique y Arturo Cirerol (en Peto les halló cenando la noticia de que los rebeldes del 3 de marzo se hallaban en su finca entregados “a la orgía”) llegaron a enfrentarse con los alzados, Puch seguramente oyó que desde las azoteas, los rebeldes gritaban a los hombres de la tropa, a esos infelices hombres llevados de sus hogares por la leva, estas palabras inequívocamente revolucionarias:
-¡Vengan hermanos, vengan! ¡No peleemos nosotros! ¡Viva la libertad!
A pesar de esto, los soldados, a pesar de ser de leva, eran soldados, y los ataques dieron comienzo. Los revolucionarios petuleños iban a demostrar que venían de una estirpe de ciudadanos miembros de la Guardia Nacional, acostumbrados a las armas, y a las cuatro de la tarde las tropas que comandaban los orgullosos Cirerol fueron completamente derrotadas. La Revolución, en esa pequeña batalla, en esa pequeña gesta que quedaría marcada en el incosciente colectivo de las clases populares, haría de Rivero el general de los mayas de la región. Los hermanos Cirerol, destrozados en sus estructuras mentales por las ráfagas de los alzados, no supieron recorrer el camino de regreso, se quedaron en la finca, confiados de que un peón de apellido Salazar los salvaría de morir. Pero aquel día la economía moral de los sirvientes se había combustionado al igual que los cañaverales. Refugiados en la casa de Salazar, éste los dejó ahí quietecitos para ir de inmediato donde estaba Reyes. El huach, en unión de otros hombres, se dirigió a la casa de Salazar, dirigido por este. Al llegar, sacaron sus winchester que habían obtenido del cuartel de Peto y martillaron varias veces apuntando a la puerta, gritando para que salieran los catrincitos. Nadie salió. Se tuvo que forzar la puerta, sacarla de su quicio, entrar y, a punta de culatazos, amarrar con sogas a los Cirerol. Salazar, el peón, ahora arriaría no a los puercos sino a los viejos amos. Las cosas se habían puesto patas arriba. En medio de gritos, algazara y efusividad de los antiguos peones y de los alzados mismos, fueron conducidos los amos a la casa principal. Ángela Puch, nuestra testigo, declaró esto, que cuando las tropas del gobierno de los oligarcas yucatecos se habían retirado, al poco rato traían bien amarrados a “los Sres. Antonio Cirerol y D. Enrique Cirerol”. Había que hacer un rito, un rito revolucionario. Allá, frente a la casa de destilería les llegaría la hora a los antes valientes desfloradores. Reyes penetraría a la caballeriza donde habían arrinconado a las mujeres cuando los tiroteos con las tropas del gobierno, y dirigiéndose a la esposa del ex peón Salazar, le dijo: “Ahora sí que es mi amigo José Salazar, pues ya me lo demostró entregándonos a sus amos”. Además de amigo, Salazar se había convertido en un hombre libre, porque era un hombre que vengaba.

Los traían bien maniatados. Así maniatados recibieron el primer machetazo a manos, no de Rivero, que el hombre no era asesino sino revolucionario, pero aceptaba que la muerte era lo menos que se podía hacer a estos hombres acostumbrados a practicar el infame derecho de pernada y la explotación y el esclavismo brutal en sus cañaverales; no Rivero sino Antonio Reyes fue el que desenvainó el machete, allá frente a la puerta de destilación. Los cadáveres serían macheteados por casi todos los presentes. Y la venganza no pararía ahí, en unos brutales machetazos. Era preciso arrastrarlos. Después de muertos, Salazar sería uno de los que arrastrarían los cadáveres para sacarlos a la puerta del corral, donde los abandonaron. Los arrastraron, los exhibieron, los abandonaron. En 1911 se había roto la economía moral, el peonaje había aumentado de forma brutal, y brutal sería la respuesta de los amotinados. El trasfondo de 1911 tenía, como hemos visto, más tintes de justicia, simple y llana justicia, que motivos políticos.

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