miércoles, 8 de mayo de 2013

EN TORNO A LA IDEA ATLÁNTICA DE JOSE CASTILLO TORRE: ¿Y POR QUÉ DESECHAR ESA HIPÓTESIS?

José Castillo Torre, en su libro El país que no se parece a otro (el Mayab) (1934) habló de esa hipótesis negada hoy tanto por los mayistas consagrados en su “cientificidad”, así como por los aguerridos defensores de la radical originalidad de los pueblos indios de América: acerca del origen atlántico, único, del multiverso cultural americano. Castillo Torre sostenía, con base a la literatura disponible en la década de los 30 del siglo pasado (me refiero a los trabajos de James Churchward), el origen atlántico de las culturas indígenas de América, y propiamente, el origen atlántico del pueblo maya: la civilización atlántica era, según Castillo Torre, la civilización maya madre; quien la cual, después de terremotos de proporciones inmensas, sucumbió por la fuerza de los estropicios geológicos:
“Cuando la Atlántida comenzó –escribe Castillo Torre- a sufrir el último asalto de las emergencias geológicas que sembraron el pánico entre sus habitantes y al fin la destruyeron, incidentes que se repetían en la violencia de los terremotos y de las inundaciones, los mayas abandonaron aquella isla y su ejemplo fue imitado por los quichés, ulmecas, xicalancas, zapotecas, mixtecas y nahoas. Desembarcaron los fugitivos en la costa firme, desposeídos de sus riquezas y del instrumental que habían creado en laboriosos siglos de civilización”.
Para Castillo Torre, tal vez los mitos cosmogónicos que hablan de múltiples creaciones en las culturas originarias (sobre esto, para el área maya véase el trabajo de interpretación mítica en Mercedes de la Garza, Rostros de lo sagrado en el mundo maya, 1998), como son los cinco soles en la cultura náhuatl, o las distintas creaciones de la humanidad hasta dar con el hombre del maíz en la cultura maya, sean los pecios o pedazos de una nave civilizatoria originaria hundida en un naufragio milenario.
Para Castillo Torre –y para buena parte de los “mayistas” yucatecos “evolucionistas” anteriores al fascinante trabajo arqueológico e histórico de Morley y Thompson- la cultura actual de los mayas era una cultura que, luego de mucho tiempo, y más con la conquista y la colonia, había devenido en una cultura irreconocible por su estado "decadente", y en nada comparable a la poderosa civilización que había construido Chichén Itzá, Uxmal, etc. Sostenía Castillo Torre que estos vestigios prehispánicos eran prueba de que la larga exhalación civilizatoria de los ancestros atlánticos de los mayas prehispánicos, aun podría hacer, de la bárbara selva peninsular, un propicio nicho civilizatorio. Siguiendo la tesis del origen atlántico de los mayas, Castillo Torre asentaba: “A golpes de genio creador, los indios volvieron a encender la hoguera de su civilización con los pocos tizones que se salvaron del hundimiento de la Atlántida”.

Es un hecho que, para Castillo Torre, el origen de las diversas culturas se encuentra no en tierras continentales sino en esa isla perdida por un apocalipsis que muy pocos pueblos -lo dirá Platón en sus textos sobre ello en el Timeo y el Critias, cuando refiere que los griegos eran una raza de niños que no recordaban casi nada de la historia antigua- recuerdan con exactitud, y más la cultura maya, que “decadente” anterior a la llegada española, casi todos sus anales fueron perdidos “en la impiadosa noche de la Conquista”: el “Alto Conocimiento” fue casi barrido de la península por el celo estentóreo de los frailes, y apenas algunos chilames, repetitivos en sus advocaciones, sobrevivieron a los cirios del fanatismo cristiano. Cito nuevamente a Castillo Torre:
“En la tolvanera de la Conquista desaparecieron los astrónomos y los arquitectos, los artistas y los sabios indios, la parte selecta y cultivada de la población. Lo que sobrevivió a la tragedia del vencimiento fue el alma de la raza, el carácter formado por sedimentos hereditarios que la derrota no pudo modificar y que todavía subsisten encerrados en sus moldes ancestrales”.
Tal vez el trabajo indigenista de Castillo Torre tuvo como fin la justificación ideológica de la hegemonía postrevolucionaria mestiza, porque, sin duda, Castillo Torre interpretaba ese pasado atlántico de la decadente –pero no tan decadente- civilización maya actual, como un asunto que se resolvía en el “alma” de los mestizos de Yucatán. Como justificación del poder “mestizo” incoado al día siguiente de las independencias americanas (y, más preciso, en pueblos con un bajo índice de blanquitud como el partido de Peto en la segunda mitad del siglo XIX, donde los mestizos ocuparían y seguirían ocupando la posición de poder en los ayuntamientos del siglo XIX y de casi todo el siglo XX) Castillo Torre sostenía, impávido, que “Muchas otras acotaciones podrían acopiarse en el campo de los hábitos y costumbres, y todas probarían que si los mestizos gobiernan en apariencia Yucatán, en el fondo, en la esencia del ser, son los viejos mayas los que presiden los destinos de esa tierra, en virtud de la milagrosa fuerza de su psicología”.

Insisto en lo del origen atlántico de las civilizaciones prehispánicas, porque esto, como se sabe, fue un momento, un momento hasta ridículo e insufrible si se quiere, hacia los avances y circunvalaciones interpretativos del estudio de la civilización maya: todos sabemos que existen dos versiones del origen del hombre americano: el estrecho de Bering y las posibles comunicaciones desde el pacífico. Para el gran Thompson, las versiones atlánticas del origen de la civilización maya no merecen gran comentario. Le dedica un párrafo solamente en su Grandeza y decadencia de los mayas para hablar de las obsesiones enfermizas de Le Plogeon (del cual se basa Churchward, quien ni siquiera es citado por Thompson), “quien creía que los mayas habían llegado de la Atlántida y que el alfabeto griego no era sino un himno maya en que se cantaba la sumersión de aquella mítica tierra”. Thompson recuerda un pasaje extravagante de Le Plogeon: trabajando éste un tiempo en Chichén Itzá, encontró un dintel esculpido allí, y al instante se convenció de haber descubierto alambres telegráficos en el dintel. Regocijado, Thompson decía que, en realidad, los supuestos alambres telegráficos se trataban de raicillas adheridas al dintel.

No puedo dejar de hablar sobre la existencia o no de la Atlántida, si no digo que, inspirado por mis lecturas primeras de filosofía, estoy convencido de la existencia de esa isla: allá abajo, en ese inmenso ponto, está la Atlántida, tengo fe de que la Atlántida existió (una fe cuasi salvaje, si se quiere, pero una fe al fin y al cabo). Hoy una nota de prensa por internet señaló el descubrimiento de “rocas continentales en una montaña submarina que se creía de origen volcánico, que podría revelar un continente hundido a 1500 km de la costa de Brasil”. Al leerla, de inmediato me entusiasmé. Pregunté: ¿Será esa “montaña submarina” frente a las costas del Brasil, la Atlántida contada por los ancianos de Sais (ciudad del delta del Nilo) al sabio Solón hace más de 2500 años? Y respondí, con una metódica duda: Tal vez sí, tal vez no, pero los fragmentos del Timeo me vuelven con insistencia a las mientes:
“¡Solón, Solón!, vosotros, griegos, seréis siempre niños, y en Grecia no hay un anciano… Que vuestras almas son jóvenes…, porque no poseéis ninguna tradición antigua ni ningún conocimiento que el tiempo haya tomado gris. Te lo digo por lo que vas a oír. Mil destrucciones de hombres se han verificado de mil maneras y volverán a suceder: las mayores por el fuego y el agua y las menores por una infinidad de otras causas”.
Bibliografía citada:
Castillo Torre, José, (1992, primera edición 1934), El país que no se parece a otro (El Mayab), Mérida, Maldonado Editores.
Platón, “Timeo o de la Naturaleza”, en Platón (1969), Diálogos, estudio preliminar de Francisco Larroyo, México, Editorial Porrúa.
Thompson, J. Eric. S. (1959), Grandeza y decadencia de los mayas, México, Fondo de Cultura Económica.

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