lunes, 30 de julio de 2012

De eso que llaman "Guerra de Castas"

La historiografía decimonónica del conflicto entre los mayas y la sociedad hegemónica yucateca, enfoca sus historias desde una interpretación parcializada por el filtro étnico: me refiero a la historiografía hegemónica de la "ciudad letrada" circunscrita en estudios decimonónicos que van desde Justo Sierra O’Reilly, pasando por Eligio Ancona, Molina Solís, et al. Esta interpretación “étnica” del conflicto, se comprende mejor cuando no intentamos reducir los movimientos de liberación anticolonial indígena efectuado por Cecilio Chi, Jacinto Pat y el mestizo José María Barreda, como extemporáneas luchas entre la “barbarie” y la “civilización”; ni enmarcarlo en un fervor “nativista” solamente; y aunque llevaran en sí muchísima carga simbólica y religiosa, milenarismo y mesianismo, como bien señala Bricker (1993), y de que es posible conceptualizarla como un “movimiento de revitalización” (Bricker, 1993: 25), el factor económico de su desencadenamiento, que estribó en conflictos agrarios y sojuzgamientos capitalistas debido a cambios en la explotación de la tierra en la esquina del sur de la Península (partidos de Peto, Tekax y Sotuta), que modificaron la vida de los pueblos y comunidades indígenas de la región, se enriquece, si no se obvia, en el discurso interpretativo de los hechos, la situación interétnica colonial en que se contextualiza el conflicto y la prolongación de la liberación maya durante más de un siglo. Balandier indica que la característica de la organización interétnica colonial, en el que se puede analizar las relaciones entre los grupos diferenciados de la Península de Yucatán decimonónica, y que apunto como factores de la rebelión indígena de 1847, estriba en lo siguiente:
a) La dominación impuesta por una minoría extranjera, racial (o étnica) y culturalmente diferenciada, que actúa en nombre de una superioridad racial (o étnica) y cultural afirmada dogmáticamente. Dicha minoría se impone a una población indígena que constituye una mayoría numérica pero que es inferior al grupo dominante desde el punto de vista material. b) Esta dominación vincula (en alguna forma de relación) a civilizaciones radicalmente diferenciadas. c) Una sociedad industrializada, mecanizada, con una economía poderosa, un intenso ritmo de vida y una tradición cristiana, se impone a una sociedad no industrializada, “atrasada”, en la cual el ritmo de vida es mucho más lento y las instituciones religiosas no son cristianas‖. d) El carácter fundamentalmente antagónico de la relación entre estas dos sociedades, producto del rol subordinado al cual está sujeto el pueblo colonizado como instrumento del poder colonial. e) La necesidad, para mantener esta dominación, de recurrir no sólo a la fuerza sino también a un sistema de pseudojustificaciones y comportamientos estereotipados: indios perezosos, idólatras e imprácticos para la vida “civilizada”, dice el yucateco blanco del siglo XIX (véase los textos de Sierra O’Reilly).
En las características apuntadas por Balandier, una minoría étnica, “blanca”, radicalmente diferenciada de los pueblos mayas, no obstante sus tráficos diarios de dominio-sojuzgamiento y su conocimiento de la lengua indígena en el siglo XIX, impone sus modos y prácticas de vida y de economía capitalista en gestación (lo que Cline denominó el “periodo azucarero” de 1825-1850, la producción henequenera en formación a partir de 1870, la liberalización borbónica de finales del siglo XVIII del agro yucateco), a una mayoría indígena estereotipada como atrasada, apática, bárbara, incivilizada, para las justificaciones del poder de los grupos hegemónicos para legitimar su dominación. Dándose, de esta manera, una situación dual ampliamente antagónica: la industrialización del liberalismo feudal de la clase hegemónica ladina, frente a la economía tradicional, ritual, de los pueblos mayas del sur y oriente de Yucatán. En el proceso yucateco de la primera mitad del siglo XIX (y posterior a ese lapso de tiempo), los grupos mayas se estructuraron, primeramente, en la situación de una “etnia colonizada”. En la hegemonía impuesta por los grupos étnicos dominantes desde la conquista y colonia, la identidad de la sociedad maya, enmarcada en la situación interétnica, fue un producto del contraste entre este proceso dual de culturas enfrentadas, diferenciadas. Bajo la premisa de que al abolir el sistema étnico-clasista regional, no significará la desaparición de la identidad maya, sino el resurgimiento de la misma, pero enmarcada dentro de una nueva autoimagen des-alienada y positivamente valorada, es posible de analizar la nueva situación de la sociedad maya liberada del dominio del grupo hegemónico de la Mérida blanca, al asumir una fuerza autonómica en el periodo que duró la vía armada de la Guerra de Castas (1847-1901), y su posterior prolongación en la resistencia de los “hermanos separados”‖ de X-Cacal Guardia: cuestionando su inserción en una economía capitalista de acumulación en el que sus pueblos fueron seriamente cuestionados por las empresas azucareras, el liberalismo creciente en la región, un Estado central que le era totalmente ajeno a sus tradiciones, sus afanes incesantes de vivir según sus formas conocidas de organización social, la Guerra de Castas se podría calificar como una guerra de liberación maya campesina prolongada durante más de medio siglo, registrándose episodios militares hasta 1915, y cuya “pacificación”‖ de los rebeldes recién se logró en 1937. Además de la causa agraria ya apuntada, no omitamos otros elementos que fueron catalizadores de la guerra de liberación maya de 1847, mismos que se fueron acumulando a lo largo de la historia del pueblo maya yucateco: “No fueron producto de un solo y específico momento, sino que se fueron dando día a día a lo largo de tres siglos, en la palabra “indio”‖ pronunciada despectivamente, en las gallinas entregadas en manos de clérigos, en la venta de la fuerza de trabajo para pagar los impuestos requeridos por la hacienda municipal, en las deudas heredadas de padres a hijos, en la prohibición de mirar de frente a los blancos, en los azotes recibidos, en la pérdida de la tierra y al observar las orejas mutiladas de los abuelos que simpatizaron con Canek. Estos, entre muchos, eran los pecados de los blancos, eran las culpas que debían ser redimidas, eran las faltas hechas al hombre, eran deudas que sólo se cobraban con la muerte”, escribía el poeta de esa lucha de liberación, el ameno Nelson Reed. El 30 de julio de 1847, en Tepich, esa deuda comenzó a cobrarse al prenderse la primera tea y templarse el machete con las carnes de los explotadores dzules…

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