viernes, 27 de abril de 2012

Máximo Sabido Ávila (1910-1995)

Un cronista puede hacer demasiadas cosas con su recuerdo propio, y con el recuerdo de la colectivad. "Mis memorias de Peto", de don Máximo Sabido Ávila (1910-1995) son casi exactas, amenas y puntuales a los hechos que me dicen los documentos de archivo. Valiéndose del recuerdo solamente, de la memoria colectiva pueblerina, y de su archivo personal (¿cómo este historiador puede recurrir a consultar dicho archivo del finado cronista?), al hablar de la rebelión de Elías Rivero, don "Maco" narra la forma peculiar como este platero se les unió a los alzados sureños:
"Los rebeldes, reunidos más tarde en el corazón de esta Villa, en el cruzamiento de las calles 30 y 33, hablaban de saquear el comercio para obtener provisiones indispensables cuando se les presentó Elías Rivero, vecino de la población y Maestro en platería, quien pidió se le aceptara como participante en la revuelta. Pese al aspecto inconveniente que presentaba, pero por el hecho de haber tenido en su taller de platería a Faustino Torres, no sólo fue admitido como correligionario sino que se le confirió el mando de las operaciones".
Es un hecho que la rebelión de Rivero (marzo 3 de 1911) fue un motín infructuoso, pero podríamos argüir la hipótesis de que, en el itinerario de los 30 alzados petuleños que se levantaron impulsados por el pinismo (seguidores del candidato a la gubernatura yucateca en ese entonces, José María Pino Suárez) para decir "ya se acabaron esos tiempos" al secretario de la jefatura política de ese entonces, Fernando Sosa (apreciación del historiador), o de "¡Viva la libertad! ¡Mueran la dictadura!, ¡Mueran los negreros de la Administración! (apreciación del cronista), al tomar el rumbo de las tres haciendas principales del partido de Peto a principios del siglo XX, mismas que se encontraban hacia el sur rumbo a lo que actualmente es el camino hacia Chetumal (hacienda Santa Rosa, del "doctor" José Pérez Gálvez, y posteriormente de Miguel Medina Ayora; hacienda Dziuché y Hobompich de Raimundo Cámara Luján; hacienda Catmís del "Yngenio Catmís Sociedad Agrícola" de los Cirerol), los rebeldes, comandados por el orfebre de la platería, Elías Rivero, tal vez tenían como objetivo lo que don Maco escribe en sus memorias: con sus acciones guerrilleras intentaron liberar a los acasillados de esas fincas, forzarlos a engrosar las esmirriadas filas de los sublevados, y obtener víveres y pertrechos para sus acciones guerrilleras en los montes y soledades de la intrincada manigua sureña de Yucatán (los rebelde petuleños, por cierto, no se fueron a saquear la finca Aranjuez de don Nicolás Borges, de escaso valor para ese entonces, según una hipoteca de dicha finca del año de 1906, valuada en $ 8,000 pesos. Comparadas con las valuaciones en dólares de las hipotecas Santa Rosa o Dziuché, la riqueza de la hacienda Aranjuez era mínima). Lo bueno de los "notables" de pueblo, es su registro de los hechos de su solar paterno: don Maco viene de una tradición de escribanos, de "intelectuales" pueblerinos desde la segunda mitad del siglo XIX, por lo tanto, tuvo ante sí a una tradición de intelectuales de pueblo que vivió los hechos más importantes de la Villa: la guerra de castas, las incursiones de los rebeldes cruzoob a la Villa durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX, el segundo Imperio y los "papelitos" que aparecieron en calles de la Villa diciendo mueras a Juárez, los sucesivos años del hambre y los años malditos de la langosta en la década delos ochenta del siglo XIX, los trapiches y el azúcar decimonónicos, el Porfiriato, los años de las haciendas al sur del partido de Peto (Santa Rosa, Hobompich, Catmís, Dziuché), los años revolucionarios y la revuelta de Elías Rivero, la reforma agraria y la dotación de tierras a campesinos lugareños, el periodo del chicle, la llegada de Lázaro Cárdenas, las nuevas dotaciones de tierra a los campesinos y el engrandecimiento del fundo legal de la Villa en los años setenta del siglo XX, el "auge" imaginario de Justicia Social y el vuelco de los petuleños hacia Estados Unidos a principios de los ochenta. Los principales de los pueblos, como nos lo ha recordado Florencia Mallon en su monumental libro Campesino y nación. La construcción de México y Perú poscoloniales (2003), eran los que en el siglo XIX encabezaron los “procesos de transformación discursiva”: “En los pueblos, los intelectuales locales eran aquellos que intentaban reproducir y rearticular la historia y las memorias locales, y conectar los discursos locales de identidad comunal a los cambiantes proyectos de poder, solidaridad y consenso..sabían mediar con el exterior y supervisar los procesos hegemónicos comunales, organizando y moldeando los diferentes niveles de diálogo y conflicto comunal, hasta llegar a un consenso legítimo” (Mallon, 2003: 95). El hecho de que siendo los intelectuales pueblerinos los que recuerden, los que apunten, los que archiven y los que hagan sus memorias del pueblo, facilita un diálogo con los trabajos y los afanes del historiador, valido este último de sus fuentes primarias y secundarias solamente.

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