sábado, 2 de julio de 2011

El marxismo es cosa de viejitos sin sex appeal


En la prepa -con 18 bemoles de años adolescentes apenas- creí que ser marxista era lo más "chic", que ser revolucionario me granjearía el favor de muchas, y la admiración de varios. O escritor comprometido, o guerrillero fiel siguiendo los parámetros de una revolución cubana que la sentía tan mía como el quien más, ese era mi dilema de vida. Me dediqué, entonces, a gastar mi vista, y mis años, en leer esa literatura que me hiciera desentrañar los engranajes de las sociedades caníbales. Para mis años pasados, el mal tenía un nombre: la sociedad capitalista aldeana de donde me dio la gana de nacer. Yo tenía que ir contra el cura, levantar el ánimo a los campesinos hambrientos, pero para eso tenía que ser un experto en marxismo. Y me dí a la tarea, ya dije, de gastar mi vista en aburridos mamotretos incendiarios. Confieso, para futuras biografías de mi nombre, que leí no sólo el Manifiesto simplón, sino casi toda la literatura marxista que pude obtener saqueando bibliotecas pueblerinas de la Península: desde Lukacs hasta doña Marta Harnecker, pasando por el estreñido Lenin, Mao el chino, las barbas del profeta de Tréveris y las barbas de chivo de José Revueltas, el Marx para principiantes del socarrón y ateo Rius, el marxismo indianista de Mariátegui y otros locos althusserianos que me llevaron a extraviarme en la adoración cuasi religiosa de San Guevara y andentrarme en el estudio de las guerrillas latinoamericanas, esa fue mi primera juventud. ¿Y qué gané con ello? Casi nada: un aburrimiento feroz por todo lo que huela a marxismo, y apenas tuve tiempo de cortar una margarita dispersa (¡claro!, valiéndome no de Marx sino de poetas burgueses) Hoy, contagiado por los malsanos gases del pesimismo, me topo con la novedad de que el marxismo es cosa de viejitos sin sex appeal, pasadísimo de moda

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