domingo, 1 de mayo de 2011

Sabato (1911-2011)



Se nos fue otra conciencia de la humanidad (Sabato decía que el mundo se sostiene por cuatro o cinco personas, y Sabato era una de esas personas, un pilar indiscutible de la humanidad). Saramago respetaba al argentino Sábato, Borges respetaba a Sábato, medio mundo de la izquierda latinoamericana, desde aquella vez que El túnel, Sobre héroes y tumbas, y luego Abbadon el exterminador, hicieran de la novela latinoamericana una totalidad avasallante, un mar de la conciencia dolorida, pesimista aunque esperanzadora del hombre. Sábato comenzó a ser un referente no sólo literario, sino un referente ético en un mundo desbordado. En la Argentina, después de restaurada la democracia, presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y en 1984 presentó el informe “Nunca más” –pero conocido como el Informe Sabato-, que leído en retrospectiva, representa icónicamente el compromiso del maestro argentino con el valor de la dignidad humana. La grandeza literaria estuvo aunada con la sencillez ética del compromiso con los desprotegidos hacia todo, porque Sabato mismo, en su carta al “Querido y remoto muchacho”, nos decía de donde provenía la justicia: “La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión”.
En sus últimos años, el genial Ernesto se había recluido en Santos Lugares para vivir su eterna vejez de vigilante de la humanidad. Algunas anécdotas que me sé de Sábato: fue doctor en física a tan temprana edad, y trabajó en el Instituto Curie. Dejó la física porque buscaba, siempre buscó, el Absoluto, y la literatura se lo dio, primero, con Uno y el universo, trabajo filosófico-literario donde confronta la ciencia, la barbarie nazi, las caídas del alma en los pozos sin fondo del gran capital (En sus años finales, y como producto del problema de la vista, Sabato dejaría la provincia de las letras para pintar sus obsesiones “muncheanas”. En una memorable serie de diálogos, los dos eternos escritores argentinos, Borges y Sabato, rememoraron la mayéutica socrática en un café de pisos ajedrezados de la ciudad de Buenos Aires. Borges quería a Sabato, Sábato admiraba a Borges. Sabato también fue el encargado de darle la despedida al Che, cuando este otro genial argentino no era el Che sino Ernesto antes de Guatemala y antes de la Revolución cubana. Luego Sábato rememoraría esto, cuando el Che ya estaba muerto, hecho mito revolucionario.
Aún recuerdo las fotos del periódico en el 2004, el día en que las academias de la lengua española del mundo le rindieron homenaje al maestro argentino. Sabato, ya cansado y en los umbrales de la eternidad, lloró como sólo lo pueden hacer los viejos sabios, los patriarcas de todos, ese día repleto de emociones. Y ahí estaba, a su lado, junto a Sabato, otro grande, otra conciencia vigilante del mundo que fue de peregrinación a Santos Lugares a conocer al maestro, abrazando a Sabato, demostrándole la ternura de todos -la mía, la nuestra, la de todos- que sentíamos, que sentimos por Sabato. Cuando Saramago conoció en Santos Lugares por primera vez a Sabato, pasó que el mundo se sintió bendecido porque estos dos hombres se reconocieron hermanos: “Hacia este profeta áspero y agreste que la vejez no ha conseguido dominar, hacia esta conciencia dolorida por todas las desgracias del mundo, que un día, muchos años después de las tertulias del café de Lisboa, encaminé finalmente mis pasos, a esa ciudad de Santos Lugares donde también suele irse por otras peregrinaciones edificantes, aunque ninguna tan hermosa y rica en Lecciones para el empedernido descreído que les habla…” Se vieron, se reconocieron, Saramago le dio su Ensayo sobre la ceguera, hablaron de ciegos literarios en un cuarto ennegrecido por la tarde que caía, y a la medida que pardeaba, Saramago escuchó las obsesiones de Sabato. El portugués lo escuchó transitar “por las diversas obsesiones que le conocemos: la implacable descreencia en la razón, la negación crítica del conocimiento científico, el problema del mal, Dostoievski, la apología de la obra breve”. Con los años, estos dos hermanos espirituales se encontrarían nuevamente en otros “Santos Lugares” del globo, se sorprenderían, al saber los dos que estaban hechos de la misma fibra, la fibra buena, la fibra de las más finas éticas humanas: “Regresé años después a Santos Lugares, luego fuimos coincidiendo aquí y allí del mundo, en Madrid, en Badajoz, en Lanzarote, cada vez más próximos el uno del otro en la inteligencia y en el corazón, el hermano mayor, yo, sólo un poco más joven, dos seres que, en el exacto momento en que finalmente se encontraron, comprendieron que se habían estado buscando”. Hoy Sabato y Saramago, Ernesto y José, descansan, viven en nuestra memoria, en nuestras lecturas de sus obras. Queda el compromiso de seguir, si no la grandeza literaria de ambos, cosa vedada a mis flacos recursos inventivos, sí al compromiso, a ese ojo social y coraje para “decir tu verdad, la tenacidad para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para estar solo…”




Descansa en paz, Sábato, y en donde quiera que estés, viejo roble de palabras, estoy seguro que Saramago te espera con todos los abrazos que nos faltó darte...

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