viernes, 20 de noviembre de 2009

Lecturas


Leo con insistencia, sin tregua, pero desapasionadamente, a Eliseo Diego, poeta cubano que escribiera una poesía hambrienta de eternidades minuciosas, es decir, una poesía de pequeños fragmentos de abismos: “Libro de quizás y de quien sabe”.
En el “aviso al incauto lector”, hay una defensa cervantina de nuestro lenguaje (todas las defensas del español, ineluctablemente, tienen un tono quijotesco ante tanto lenguaje pedestre que se escucha a diario, sobre todo si el que habla ha ido a la universidad y se ha matriculado en derecho), una muestra de gratitud sin ostentación hacia este idioma con el cual pensamos, amamos u odiamos:

No es obra del azar, me parece, sino de la necesidad, el hecho de que existan cientos o miles de idiomas o dialectos distintos. Cada uno es un don precioso de la especie. Cada uno es una ventana abierta desde un ángulo imprevisto hacia el secreto del universo. Quiera Dios que sepamos cuidarlos y preservarlos como merecen. A mí me tocó en suerte el español.


Cuando evoca a la inefable, Eliseo “habla” de ella como “la negra cotidianeidad…”. La muerte, la inefable, la tan cotidiana, la que tú mueres, la que de tanto pensada, sentida, olida, amada, odiada, la que se ha vuelto un lugar común en tu memoria y en tus aprensiones, ¿es en verdad cotidiana? No la vemos, pero es tan sentida su presencia que se ha convertido en la más aterradora vulgaridad, la que hace común el destino tragicómico de ser hombres, sombras de paso en esta tierra de los muertos. Otra frase de este libro, de esta especie de testamento literario, es esta:

Leer es como vivir: corre uno el riesgo de llegar al fin y no enterarse.


Del vivir, como todo hijo no de familia sabe, es el arte más difícil, peor que el cálculo infinitesimal. ¿Quién ha experimentado el momento exacto en que el vivir se acorta, finaliza? Todos los muertos, los sin palabra. En la lectura uno siempre estará consciente de que el final nunca llega. El terror ante la muerte implica entonces una sola cosa: el asco ante el hecho de que nuestros cansados ojos no seguirán en la brega de leer, pues, como dijo Borges, es una felicidad, la más grande felicidad.

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