domingo, 8 de febrero de 2009

El Poder Negativo


¿Cuándo se inventó o descubrió el poder? ¿Cuándo fue, pues, el primer instante que el poder, esa caja de pandora, se gestó en las sociedades primitivas? ¿En qué momento, así como concibieron la primera herramienta o la primera arma a partir de un fémur, los seres humanos descubrieron la existencia del poder? En la Enciclopedia francesa de 1765 se lee: “El fundamento del poder es el consentimiento de los hombres reunidos en sociedad”. Hobbes había introducido ya en el Leviatán el matiz de que si, en efecto, los hombres se reúnen para trascender el miedo a la muerte propio del estado de naturaleza (un estado de guerra continua, anárquica) es para encontrar un poder capaz de imponerse a todos ellos: un poder común que los sujete. Tanto para Hobbes, como para los Enciclopedistas, el poder sólo es posible de darse, originarse en las sociedades políticas, en el que existe un pacto imaginario entre los hombres para no destruirse entre sí. Pero cuestionarse sobre el origen del poder y responderlo a la manera como lo hacen los contractualistas, no lo pienso como un gran logro políticamente hablando. La pregunta no sería por su origen. Doy por hecho la existencia del poder, de un poder rector, dominador, humanista (¿?), avasallante, totalitario, fascista, capitalista, aldeano. He ahí el poder en sí, es un factum que no me da la molestia de comprobar su existencia por medio de la retórica, ni siquiera de empirizarlo: es una obviedad constante. La pregunta, entonces, es la de por qué tengo yo que someterme a él, por qué tengo que respetar sus mandatos, en qué forma y fines no tengo derecho a cuestionarlo, y viceversa. Y cuando me hago esta pregunta, para mí la más valiosa, entro irrefrenablemente en las delimitaciones teóricas de la ética y la moral. La pregunta de por qué tengo que hacerme gacha o no la cabeza ante cualquier tipo de poder, implica a su vez inquirir el por qué del orden y la obediencia hacia los que nos dirigen. Para clarificar los conceptos de poder, dominación y disciplina, que en la mayoría de las veces se entremezclan en las discusiones cotidianas, citemos al imprescindible Weber. Del primero dijo que “significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Todos queremos imponer nuestra voluntad en el mundo que vivimos, eso es lo que Schoppenhauer primero, y Nietzsche después, hablaron. Tiene poder el que impone sus dictados, sus pareceres, sus opiniones, sus caprichos: El padre, el sabio, el ideólogo, el caudillo, y a veces el escritor también, imponen sus voluntades desde diversos medios y herramientas. Aquí digamos que una de las características principales del poder, de todo poder, es la de que su arma principal es netamente intelectual: El poder, para legitimarse, convence, no vence. El poder seduce, no viola; el poder atrae, no fuerza; pero el poder absoluto –el poder desligado de la vigilancia del “Estado de derecho”, en estado silvestre- se interna, carnaliza, escarba y mina la axiología y las ideas del individuo, las caza y aprehende; no las extingue, las trasmuta a su parecer, a su conveniencia. El poder absoluto es absoluto no por la probabilidad de que nos aniquile –esa es otra de sus características, la más inhumana de sus características (que no irracional, por que su inhumanidad conlleva unos juicios previos, un razonamiento frío de aniquilamiento), la que el Estado impone a los que no logra seducir, convencer, enmudecer: “Captar al Estado –dijo Sciascia- a través de la imagen que ya obsesionaba a Maquiavelo: el poder centauro, medio hombre medio bestia. Lo que cambia de un autor a otro es la faz situada del lado de las clases: en unos es la faz del hombre, en otros la faz bestia…”-, sino por el hecho de que nos enmudezca.
“Es a veces un alivio poder expresarse a través de otro…” dijo Rossi, y quién si no Lichtemberg nos puede ayudar a expresarnos mejor para contradecir la sentencia de Lord Acto, quien dijo que “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente…” “Un libro (léase poder) –dijo Lichtemberg- es un espejo: si se asoma un mono (léase gobernante), no puede ver reflejado a un apóstol. Carecemos de palabras para hablar de sabiduría con un estúpido. Ya es sabio quien entiende a un hombre sabio”. Es decir, si el individuo que intenta entrar en los dominios cerebrales del poder es un idiota, nadie espere que se entienda con el poder, pues el poder carecerá de palabras para hablar con él. Y el poder se extingue cuando los macacos llegan a sus umbrales, para dar paso a la vulgar dominación, que es la degradación del poder y el segundo rango para dirigir a las sociedades políticas según Weber. “Por dominación –dijo Weber- debe entenderse la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas”. Esa “probabilidad de encontrar obediencia” entre las personas, se diferencia en mucho a la “probabilidad de imponer la propia voluntad” que lleva toda relación de poder. Ya dijimos que el verdadero poder se mueve entre la voluntad, las creencias y las ideas de los individuos. Estos razonan la obediencia al poder, interrogan por sus cualidades. Por el contrario, la característica principal de las relaciones de dominio es la violencia, la irracionalidad de los medios para imponer sus mandatos contra los individuos. Ellos, cuanto más, interrogarían las cuantidades de dominio que soportan. “Una asociación de dominación debe llamarse asociación política cuando y en la medida en que su existencia y la validez de sus ordenaciones, dentro de un ámbito geográfico determinado, estén garantizados de un modo continuo por la amenaza y aplicación de la fuerza física por parte de su cuadro administrativo”. Hay una amenaza, latente o explícita, y, por lo tanto, la violencia –que en el poder sólo se da en los que lo cuestionan, y así ya no sería poder sino devendría dominio para los disidentes- se agudiza, se hace ubicua. Prefiero denominar a las relaciones de dominio como relaciones autoritarias, por ser este concepto mejor entendible. Si bien es cierto que en esta relación autoritaria, el poder del Estado se patentiza aún más que en el poder absoluto, no menos cierto es decir, y por paradójico que suene, que en este punto hay más libertad entre los individuos, hay más uso en ellos de la razón. La tercera degradación de poder se refiere a la disciplina que existiría en las sociedades políticas: “el concepto de disciplina –otra vez Weber- encierra una obediencia habitual por parte de las masa sin resistencia ni crítica”. Aquí la sociedad se ha momificado. Hay una anomia social por no haber ningún rastro de resistencia como en las sociedades autoritarias, ni menos crítica como en las sociedades donde se cuestiona la bondad del poder. En las sociedades autoritarias, además de resistencia, hay crítica y disenso. El poder absoluto puede desembocar, o en los sistemas autoritarios, o en las férreas disciplinas de cuartel y prostíbulo. Hay un poder cuyo origen es pactado entre todos, que lleva ciertos valores reconocidos como buenos por toda la sociedad: ese poder es compartido, ese poder no es único. Hay otro poder, el negativo, el individual. De ese poder hemos hablado, de ese poder tenemos que exorcizarnos.

1 comentario:

Karen B. Marin dijo...

Oye Gilberto, de repente tienes unas joyitas en el archivo de tu blog, un día de estos me echaré un clavadito.
Coincido con tu enfoque fenomenológico del principio y sí, efectivamente está vigente y por demás demostrado, ahí tenemos al macaco de Peña en la silla presidencial.
Ahora, no me queda muy claro la cuestión del final, a qué poder negativo, individual te refieres en específico; pudiera interpretarlo como una noción de anarquía espiritual, quizá religiosa o simplemente una cuestión de principios éticos y morales... hasta podría pensar en ello como "el origen del mal" -deja que me ría-. Ten a bien aclarármelo.

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