viernes, 26 de diciembre de 2008

Harold Pinter, in memoria


“¿A cuántas personas hay que matar para calificar como un asesino en masa y un criminal de guerra? ¿Cien mil?”


Para Harold Pinter, in memoria




Leyendo los periódicos, me entero de la muerte de Harold Pinter, el dramaturgo inglés premio Nobel de literatura 2005, creador de una obra en el que el yo se disgrega en la inanidad del diálogo cincelado con la finura lingüística con el que se encuentran construidas sus piezas teatrales herederas del teatro del absurdo. Tenía 78 años, y un cáncer en la garganta, su viejo enemigo, corrió el telón de su vida, cimentada por el engagé pactado con su conciencia moral para señalar los crímenes nefandos de la imbecilidad del homúnculo que ocupó la presidencia de los Estados Unidos en estos últimos ocho años de pesadilla para el mundo entero.
Cuando el Nobel le fue concedido, la Academia Sueca subrayó que “Pinter devolvió al teatro a sus elemento básicos: un espacio cerrado y un diálogo imprevisible, en el que la gente está a merced de los otros y la pretensión se desmorona”. Es decir, en el mundo de la imagen y de la mediocridad televisada, en el mundo de lo bonito y de lo confortable que nos ofrece la visión noratlántica de la vida, el autismo de sus sociedades (ese pavor ante el sentimiento trágico de la vida, diría Unamuno, que es, en distintas palabras, una claudicación ante el compromiso social), es una metáfora, sino fiel, al menos casi exacta de la enajenación de las sociedades capitalistas, en el que las naciones que se encuentran abajito de ellas, en el sur de las Mecas del poder internacional, esos que son los nadie al cual Galeano se refería, africanos, latinoamericanos, árabes, están a merced de los caprichos y la estulticia de un complejo petrolero militar que fabrica sus enemigos, sus ejes del mal, sus guerras genocidas, apaleando al derecho internacional y a la cordura civilizatoria. Estados Canallas, los llamó Chomsky.
Alguien escribió que el existencialismo de Camus y Sartre, fue engendrado por el horror de las matanzas sucedidas en los campos –de concentración y de batalla- de la Segunda Guerra Mundial. El teatro del absurdo, del cual Pinter fue ruta y vanguardia con sus piezas minimalistas, hizo trisas –al menos para sus lectores comprometidos- la irrisoria tesis capitalista del progreso y la confianza en la ineluctabilidad de su sistema neoliberal. Como en Esperando a Godot, de pronto, uno, leyendo “The Quiller Memorandum”, o “La amante del teniente francés”, concibe la angustia, una angustia velada, preñada de la nada, de la cosificación de la vida en un mundo en el que la solidaridad y la lucidez ante la mentira y el crimen institucional, se afantasman en la mesa del diálogo matinal, o en las charlas cafeinómanas o etílicas.
Sólo lo difícil es estimulante, decía Lezama Lima, pero lo ligero, lo fácil, se ha vuelto dogma para los que, sin saberlo, son postmodernos en un sentido negativo: renegando de las cuestiones vitales –la tan satanizada ideología, la solidaridad al prójimo que se encuentra “abajo y a la izquierda”, la creencia en la utopía-, se ha llegado a la convicción de que sólo lo fácil es estimulante. Y cuando digo sólo lo fácil, me estoy refiriendo a lo establecido, a lo dictado por el Gran Capital y el consorcio gansteril que nos mal gobierna desde 1982 con sus brutales esquemas neoliberales. Desde los centros universitarios, que antiguamente servían, además para la obtención de pergaminos académicos, también para fraguar nuevos caminos de lucha y críticas al stablishment y a la ideología con el cual justifican su darwinismo social los de arriba, corre la especie de la muerte de las ideologías, de la crisis de los paradigmas (el marxista sobre todo desde la caída del Muro ese), y se entroniza la primacía del investigador social alejado de un compromiso que no sea con la “objetividad” sobre todo, expurgado de juicios de valor que pudieran derogar su prístino discurso de lo social. Neonarcisas, las ideas apologistas del “pensamiento único” aíslan aún más los compartimientos estancos del individualismo de las sociedades de consumo, difuminan el campo del interés común, y refrendan el dictum derechista de que “cada cabeza es un mundo”, u otras sandeces de esa ralea. El neonarcisismo social, la atomización del individuo, leitmotiv en el discurso neoliberal vestido con el sayo pintoresco del postmodernismo, apapacha a los sujetos comprometidos únicamente con sí mismos, con sus intereses privados, y prioriza el desencanto político y el abandono de los proyectos colectivos. Este sería, a grandes rasgos, y leído con el ojo comprometido de las ciencias sociales, una visión sesgada (por no ser absoluta) de la obra de Harold Pinter.
Frente al desencanto político, apergollados por la estupidez de la mochiza derechista y la debacle de la economía mexicana producida por el “catarrito” del Imperio, menester es recordar la lucidez del fenecido inglés con unas opiniones suyas.
Pinter caracterizó a los EE.UU. como la pesadilla de la histeria, ignorancia, arrogancia, estupidez y beligerancia al más no poder...Un Estado criminal gobernado ocho años por un idiota que decidió el destino de una nación –Iraq- al oír la voz de su dios (Mammon) para declarar la cruzada petrolera. Develando la hipocresía o la esquizofrenia del Imperio, Pinter hizo suya la disonancia sontagniana referente al 11 de septiembre: “Los Estados Unidos creen que los tres mil muertos en Nueva York son los únicos muertos que cuentan, los únicos muertos que importan”. Ellos siempre serán los héroes de la película; parapetados en su atroz visión hollywoodense de la realidad, los neonarcisos piensan que sólo ellos cuentan en esta historia, que sólo ellos cuentan la historia. Etnocentrismo le llaman los antropólogos, gringocentrismo le digo yo. En su discurso de aceptación del Nobel, grabado y televisado por problemas de salud, Pinter dijo lo siguiente: “La invasión a Iraq fue un acto de bandolerismo, un acto de terrorismo estatal descarado, que demostró el desprecio absoluto por el concepto de derecho internacional”.
Bush, Blair y el racista Aznar, desde las Azores, escrituraron un pacto genocida contra el pueblo iraquí. Hoy, el cowboy de Texas está por largarse, Blair y Aznar ya no gobiernan; pero estos tres criminales, que no se cansaron de escupir la dignidad humana, tienen cuentas que saldar con la justicia internacional, y sus destinos han de estar ligados con las olas de muerte por el cual se desangra la antigua Mesopotamia. ¿Ocuparán algún día estas tres bestias el banquillo de los asesinos en el Tribunal Internacional de La Haya por sus crímenes de guerra? Esa es mi utopía para este 2009: que esos tres criminales sean procesados y sentenciados. Sobre esto, Pinter se preguntaba: “¿A cuántas personas hay que matar para calificar como un asesino en masa y un criminal de guerra? ¿Cien mil?”. Esa cantidad de muertos se ha rebasado, hay una guerra civil en Iraq, orfandad en la infancia de ese pueblo, y con el trauma de sus mujeres, hombres y ancianos en situaciones límite, como producto directo de un sistema capitalista altamente injusto e inhumano que, aunque derrengado por la recesión gringa, aún no se le quita de su cabeza la idea de llevar sus consignas asesinas al mundo entero. Varios países del cono sur latinoamericano, con el viraje a la izquierda en sus gobiernos, ha dicho no a esas consignas de muerte. México lo dijo en el 2006, pero los de arriba se hicieron a los sordos, a los desatendidos o los pendejos…

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