miércoles, 8 de octubre de 2008

Apuntes de un lugareño

Desde el 27 de diciembre hasta el 4 de enero, la Villa entra en un tiempo de fe, de tiempo bárbaro, simbólico: es la época esperada tanto por creídos como descreídos a lo largo de un año de vicisitudes e historias extintas -la mayoría para olvidar, muy pocas para recordar. Es el tiempo de la feria anual en honor a una virgencita con una arruga estrellada en su frente puritana, y en honor también al reencuentro de los hijos pródigos de la villa con sus demonios familiares, ese criadero de alacranes que dijera el poeta. Es el momento en el que sus calles empolvadas y tapizadas de baches se embotan de gringos cabezudos que regresan a su patria chica execrable; de pródigos hijos –no se descarte, desde luego, a los bastardos y a los descastados- radicados en la blanca Mérida o en la zona turística de Quintana Roo, haciendo de turistas en su aldea.
El calor, no obstante que en este rincón de la Península es donde más desciende el termómetro en las noches y las madrugadas invernales, se deja sentir: es un calor de cuerpos que hace añicos la frialdad canina del aire, la modorra somnolienta de las dos, tres, cuatro de la madrugada. Porque el pueblo está enfiestado, el pueblo no duerme: bebe, y los excesos en el alcohol arrasan la nostalgia de un año más que se pudre, de un año donde nuevos petuleños llegaron; y se fueron otros, esos otros que ahora son imágenes, polvos de la memoria inmarcesible, los fantasmas que andan por ahí.
Ahora sí, como en “La feria” de Arreola, la villa se embaraza nuevamente de sus hijos y de ruidos de parto que hacen difícil la noche del anacoreta. No hay calles recoletas, noctívagos en busca de la doncella más bella o menos impura del pueblo –buscadores inconscientes de la Xtabay (“la Xtabay es la mujer que deseas en todas las mujeres y la que no has encontrado en ninguna todavía”, escribió Mediz Bolio)-, o de una infancia irrecuperable, surcan la colonia “Fátima”, se esperanzan de encontrarla en la “Esperanza”. En estos tiempos no es difícil que alguien por fin encuentre al tan mentado Niño perdido.
Los perros, que antes de estas fechas son, junto con sus hermanos priístas, los dueños indiscutibles de la noche, arredrados por el estallido de las carcajadas humanas o el crepitar de los voladores en el cielo decembrino, se afantasman, pertrechan su miedo en el más solitario rincón del jacal de las goteras o de las casonas céntricas.
En este periodo de comunión, rigor es visitar al “Coloso del sur”, es decir, la iglesia de la Villa. Si se ha dicho que los mexicanos, más que católicos somos guadalupanos, en esta parte central de la Península, no hay descreído alguno que no rinda honor al Coloso del sur. No importa que el descreído sea ateo, agnóstico o beato por interés a las beatas: la admiración por esa arquitectura altiva que mira desde hace más de dos centurias el atardecer adormilado de la Villa, es indiscutible, sin disenso.
Esta feria podría ser una más de las múltiples que se dan en la Península, pero la característica que la diferencia estriba en que se aúna con los festejos navideños y de fin de año. Señalo que el pavo navideño es una hipótesis a comprobar en las casas de los humildes jodidos, y de tanto imaginarlo, indigesta con las complicadas maneras con que es guisado en la marmita imaginaria de los pobres. En esta parte del sureste yucateco, el 24 de diciembre -según la conseja cristiana día del nacimiento del soberano del mundo y del universo-, muy pocos, la minoría selecta, “mata su pavo” y lo “envenena” con chícharos, hongos, pasas, entre otras especias asesinas; o postmortem lo embriagan con vino.
Imaginemos que ahora, mientras leemos este artículo, el pavo de la minoría selecta, o el bacalao si para colmo son extranjerizantes o un poco vizcaínos, se encuentra en el horno infernal, dorándose a fuego lento, reconcentrando sus jugos que los paladares selectos lamerán. Una persona, la más descreída de la familia –puede ser el abuelo cascarrabias-, se quedará para vigilarlo, pues no vaya a ser de malas y que el alma del plumífero regrese a vengarse de sus “caníbales” atroces. Entonces la selectita familia se va, no a la feria que todavía no empieza, sino a “oír misa” casta y católicamente en el Coloso del sur, donde el párroco priísta lanzará las letanías tan manidas, pasteurizadas, des-cristianizadas; contará los pasajes del evangelio que narran la encarnación del Señor, humilde él entre los humildes, que no supo de pavos carísimos y alcoholizados, pues su pan era el pan común de cada día comido con el sudor de su frente sencilla. Si acaso, el bueno de Jesús, en sus banquetes sencillos, se escabechaba una perdicita o una liebre del desierto.
El 24, hemos dicho, es el prólogo al estallido del paganismo de los festejos, a las charlotadas en las que vaquerillos inexpertos no se cansan de lazar becerros sin atinarles en más de 500 ocasiones. En esta feria, ríos de cervezas y “Orinocos” de orines irrigan la tierra de saskab o roja de la villa. El indio maya, que por fin comprobó la inexistencia siniestra para él y su familia de los pavos, y en su resignada comprobación silencia el canto de sus amibas con unas chicharritas, a falta del balché sagrado de sus mayores, bebe “Superior” en un estado inferior para olvidar sus congojas, sus hambres atroces o las injusticias sociales que no logra explicarse, seguramente porque no ha leído al barbudo alemán, excelente para dar explicaciones detalladas sobre explotaciones e injusticias sociales.
Los machos de esta población, misóginos las más de las veces, se enfrascan en peleas idiotas por cosas banales, insignificantes. Porque estamos de fiesta, y el pacto social de concordia que teorizara Rousseau se “des-pacta” cuando el llamado de la tribu obliga a sacar la valentonada irrisoria, y la jerga se convierte en frases de cuchillo, o de hacha. No hay feria sin bronca, pues el pueblo se embroncaría. De vez en cuando una “catarsita” no le cae mal a ningún cristiano. Uno, si recorre los lugares donde los vaquerillos se posicionan para lazar a sus enemigos los mansos becerros, comprobará que la fe de estos hombres se reduce únicamente a comprobar quién tiene más pelo en pecho o se rasca con más pundonor y pericia los cojones. Los actos de “machonería”, si se mal actúan, se vuelven esperpento.
La lascivia es el pecado capital que no puede faltar en la feria de esta población. Las pasiones se encabritan, el ojo no se cansa de buscar redondeces femeninas. Los “condenados de las lajas petuleñas”, los catrines y currutacos hijos de profesorangos, inclusive este escriba lugareño que borronea estos apuntes descabezados y los campesinos que bajan a la cabecera municipal, estimulados por el guaro o la abstinencia franciscana producida por la esposa entrada no en carnes sino en grasas tumultuarias, son embrujados por “La bailarina” que, aunque pasada de peso al igual que la de casa, los ojos beodos omiten ese rasgo fisiológico. Toda una mitología erótica, unos poemas no escritos, una confesión de amor idiota, de lujuria enfermiza, se decanta bajo los gruesos chamorros de “La bailarina”. Medio pueblo, sin faltar las beatas y puritanas, habla desde diversas aristas acerca de “La bailarina”. Nadie sabe su nombre y nadie se atreve a preguntarlo. El que escribe estos apuntes, medio mareado de tanto analizar su bailable entangado, llegó a la conclusión inesperada: la bailarina no es humana, es hija de los dioses gordos del abismo teibolero. Cuando “La bailarina” baila, las letanías del cura se acallan, la moral de mis mayores se emputece, y el presidente municipal y sus adláteres tiemblan de miedo, pues no vaya a ser que “La bailarina” sea mujer de izquierda y marxista comprometida con la frase esa de la violencia partera de la historia, e inste a las masas afiebradas de “bailarinanitis”
[1] a tomar el palacio municipal y quemar todo rastro de iniquidad y corrupción sistemática. A los luchadores sociales de esta villa, si en verdad quieren tomar el poder, es necesario hacer del bando de los izquierdosos a “La bailarina”, pues esta divinidad encalzonada es la líder –no lideresa, pues sonaría a “lideresas de colonias”- que llevaría a Peto a las cumbres de la felicidad, o en su defecto y ya en plan guerrillero, a la sierrita del sureste yucateco.
[1] La “bailarinanitis” es una enfermedad muy contagiosa, y en casos extremos mortal. Es la enfermedad de la bailarina, que sólo se quita de dos formas: bailar con la bailarina, o casarse con ella. Yo prefiero el primer remedio, pues soy un soltero empedernido.

2 comentarios:

GEC dijo...

Exactamente eso es Peto, en sus "dias de fiesta" mejor descripcion no puede haber.

Anónimo dijo...

perfecta descripcion de peto.
sobre el votimo verbal, bueno en realidad no tiene nada de ciencia su significado,es una expresion que utilizo cuando digo o escribo muchas cosas que podrian sonar incoherentes y hasta molestar a ciertas personas,¿me explico?, es solo eso mi estimado, una frase y ya...jajajajaja
...y pues muchos saludos desde las inmediaciones de su hamaca...

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